Sueño de muchos y pesadilla de pocos
A principio de siglo pasado, era normal que el ciudadano común trabajase 16 horas diarias, como consecuencia, muchos dormían en las fábricas y no había reglas sobre el trabajo durante la niñez. Dicha organización resultó generalmente dañina a la población. En los años 1930, la revolución del fordismo vino a cambiar la perspectiva de los empleadores respecto la productividad. El señor Ford implementó un sistema de producción basado en la división del trabajo, ahora, cada persona desempeña una tarea rutinaria muy específica y repetitiva. Supongo que tal señor leyó a Adam Smith, pues doscientos años antes, Smith ya planteaba que la división del trabajo era la principal revolución en los procesos de producción. Este simple cambio en la organización de los procesos – “innovación de proceso” según Schumpeter – alzó de manera exponencial las ganancias de productividad. Actualmente, las autoridades de algunos países, una vez más, perciben que las ganancias empresariales, los gastos de los gobiernos y la felicidad de la población, no dependen exclusivamente del número de horas trabajadas.
Países como España, Japón, Reino Unido, Bélgica, Nueva Zelanda, Suecia, Estados Unidos y Alemania ya han implementado o lanzado alguna prueba de reducción de la semana laboral de sus trabajadores. Aunque existan muchos argumentos a favor de la disminución de los días trabajados, los países mencionados no podían imponer dicho cambio sin comprobar científicamente que las ventajas superan a las desventajas. El principal argumento en contra de la reducción de la semana laboral es una caída en las ganancias y del PIB. No obstante, las personas necesitan tiempo para gastar sus sueldos y una carga laboral muy dura y larga no favorece al consumo, el cual impulsa el PIB.
Respecto a los gastos del gobierno, si bien es cierto que más trabajo / mayores sueldos representan más ingresos para los gobiernos a través de tributos, los gastos con la salud de las personas aumentan conforme estas más trabajan. En cambio, con una reducción de las horas laborales, la población puede dedicarse más al aseo, deporte y cuidado de la salud, variables que contribuyen a una mejora de la calidad de vida.
Respecto a las cuentas del gobierno es necesario un artículo nuevo para hablar de ello, pero haciendo un análisis muy sencillo, se puede decir que ocurre un efecto ambiguo y dinámico muy complejo. Algunas posibilidades son (¡lista para nada exhaustiva!): 1) si la gente trabaja menos y los ingresos bajan debido a este mismo hecho, la recaudación disminuye y difícilmente hay un mayor nivel de consumo; 2) si la gente trabaja menos y la productividad aumenta, se mantienen los mismos niveles de salario, como consecuencia, la recaudación y el consumo aumentan; 3) si trabajan menos y el consumo aumenta, pero no hay mano de obra para los nuevos puestos de trabajo, se genera inflación. En este sentido, la opción 2 – habiendo mano de obra de reserva – es la mejor opción. En otras palabras, sin aumento de la productividad no hay posibilidad de plantear la adopción de una nueva jornada laboral más corta.
A pesar de ser considerado algo más subjetivo, la medición de la felicidad de la población también es algo muy importante y está inversamente correlacionada al número de horas trabajadas por año. Los países que ocupan las primeras posiciones en el World Happiness Report de 2021 también son los países que menos trabajan. Según la clasificación divulgada en 2021, estos son los diez países donde la población es la más feliz del mundo: 1) Finlandia, 2) Islandia, 3) Dinamarca, 4) Suiza, 5) Países Bajos, 6) Suecia, 7) Alemania, 8) Noruega, 9) Nueva Zelanda y 10) Austria. No por casualidad, muchos de los países más felices también son los que presentan una carga laboral más liviana, según datos de Our World in Data los países con menor carga laboral por año son: 1) Alemania, 2) Dinamarca, 3) Países Bajos, 4) Islandia, 5) Francia, 6) Luxemburgo, 7) Bélgica, 8) Uruguay, 9) Suiza y 10) Suecia. En el top diez de ambas clasificaciones tenemos 5 correspondencias. El gráfico abajo describe cómo ha evolucionado la jornada laboral anual de los principales países en el World Happiness Report y algunos países seleccionados de Latinoamérica.
Es cierto que no se puede sacar conclusiones con tan sólo esta correlación simple pero no quedan dudas de que ello contribuye – de alguna manera – a la felicidad de las personas. En mi opinión, los modelos de reducción de la carga laboral son muy buenos, en cambio, lo que se plantea en Bélgica, mantener la misma cantidad de horas pero en 4 días, podría ser aún peor que trabajar 5 días a la semana al sobrecargar a las personas.
¿Será que puede implementarse en Latinoamérica? ¿Qué tan realístico es plantearlo?
Desafortunadamente, y a pesar de haberse desarrollado en Argentina un proyecto de ley, les cuento que la implementación de una semana con cuatro días en Latinoamérica debiera considerarse una ilusión – por lo menos a corto plazo o plazo de por vida si seguimos siendo explotados por la maldición de los recursos naturales. Tras la pandemia se consideró que una jornada laboral de 4 días trabajados era algo posible, sin embargo, este es un privilegio de unas pocas ocupaciones que tuvieron un alza de productividad debido a la digitalización o a la automatización. Si observan la lista de los países que hicieron la prueba de este nuevo régimen laboral, se van a dar cuenta de que son casi exclusivamente países desarrollados de Europa, Asía y América del Norte. Según la escuela de pensamiento del autor que les escribe, estos cambios len las jornadas laborales no son un regalo, sino que resultan ser una consecuencia. En este caso, son una consecuencia de una mayor penetración de la tecnología y de la dinámica que esta tiene sobre ciertas ocupaciones.
Ocupaciones como ingenieros, médicos, economistas, etc. tienen su productividad aumentada a través de la introducción de tecnología, en cambio, la gente de planta de fábrica u operarios son sustituidos por la tecnología. Ello, ya se lo explicamos en nuestra serie la rebelión de las máquinas. Más allá, muchas veces las tareas desempeñadas acá también son distintas, es decir, en promedio nuestros ingenieros, médicos etc. no hacen exactamente las mismas cosas o las hacen con menos tecnología. Esto, quizás, pueda traducirse en más horas para desempeñar la misma tarea. Como les hemos comentado en otro artículo, los países que están intentando implementar una jornada laboral más corta tienen mano de obra desempeñando predominantemente tareas llamadas abstractas. En cambio, nosotros tenemos mano de obra caracterizada por tareas manuales y rutinarias.
Por lo tanto, estimados lectores, para que esto ocurriera, sería necesario cambiar significativamente la mano de obra de nuestros países. En otras palabras, sería necesario que la tecnología posibilitara cortar caña de azúcar con una macheta laser – generando así un aumento de la productividad –, caso contrario, la gente que trabaja en estos roles no estaría incluida en esta reforma laboral.
¡Ojo, hay mucho sarcasmo en lo que sigue!
Bueno, quizás quien les habla, como todo buen economista, está equivocado en las proyecciones de tiempo y ritmo de la evolución de la tecnología, en este caso, tal vez solo estamos siendo visionarios al plantear una reducción de la jornada laboral en Latinoamérica incluso sin la productividad sectorial que lo permita pues dicha reducción de jornada es un proceso inevitable del avance de la tecnología y del subsecuente reemplazo de las tareas que desempeñamos por la inteligencia artificial y los robots. Debido a esto, creo que tocará a nuestros gobiernos implementar programas de Ingreso Básico Universal ya que la labor humana no será más necesaria y no vamos a recibir ingresos si no trabajamos. Por otro lado, disfrutaremos de la buena vida de un heredero que no trabaja, pero siempre tiene dinero, ¡que venga la dominación de las máquinas!
En un próximo artículo les contaremos sobre las consecuencias de género del impacto de la tecnología e implementación forzosa de dichas medidas de reducción de la jornada laboral en Latinoamérica, muchas gracias.
Especializado en economía de la industria y de la innovación a través de una maestría de la Universidad Federal de Rio de Janeiro. Actualmente, es consultor en la Comisión Económica para América Latina y el Caribe – CEPAL.